Durante siglos, el vino rosado ha sido el chico tranquilo de la fiesta vinícola. Siempre presente, a veces ignorado, a menudo malinterpretado. Pero su historia no solo es más antigua de lo que muchos creen, sino también cíclica, vibrante y, en los últimos tiempos, sorprendentemente glamorosa.
Los orígenes: cuando todos eran rosados sin querer
Para entender al rosado hay que viajar a la Antigüedad, cuando los griegos y romanos todavía estaban decidiendo si el vino debía beberse puro o mezclado con agua (spoiler: lo diluían, lo cual hoy sería un sacrilegio). Las técnicas de vinificación eran primitivas y los vinos, al no fermentar con las pieles mucho tiempo, tendían a ser más pálidos. Así nacieron los primeros claretes: vinos ligeros, apenas teñidos, que hoy consideraríamos rosados avant la lettre.
Estos vinos de tonos tenues eran cosa de élites. En los banquetes romanos, el color claro del vino era un guiño a la sofisticación. A nadie le interesaban los tintos pesados con aspecto de brebaje de druidas. Todo era sutileza, frescura y elegancia.
Edad Media y claretes cortesanos
Durante la Edad Media, el vino clarete (sí, ese que luego se volvió sinónimo de Burdeos) era la norma en buena parte de Francia y España. No eran rosados como los de Provenza de hoy, pero eran primos cercanos. En regiones como Burdeos, los vinos se elaboraban con mínima maceración y se consumían relativamente jóvenes. El rosado, aunque aún sin ese nombre, seguía formando parte del repertorio de vinos cotidianos y cortesanos.
Siglos XIX y XX: entre el olvido y el revival
Con la llegada del siglo XIX, el mundo se volvió loco por los tintos oscuros, profundos, casi filosóficos. El rosado quedó relegado a un rincón romántico pero marginal. Parecía condenado al olvido... hasta que, en pleno siglo XX, algo cambió.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el público comenzó a buscar vinos más ligeros, menos serios, más amigables. Y ahí entró el rosado, primero de la mano de estilos semi-dulces que conquistaron paladares desprevenidos en los años 50. Uno en particular, de origen portugués y botella regordeta, se convirtió en el embajador global del “rosé”, aunque no necesariamente de su mejor cara.
Mientras tanto, en Provenza, una revolución silenciosa tomaba forma: los productores empezaron a refinar su técnica para crear rosados secos, elegantes, con estructura. Fue el primer paso hacia el rosado moderno: serio pero fresco, fácil de beber pero complejo si lo sabías mirar bien.
El limbo de los años 80 y 90
No todo fue gloria. En los 80 y 90, el rosado vivió su pubertad problemática. En EE.UU., el auge del White Zinfandel —un rosado californiano dulce y empalagoso— dejó al vino rosa con una reputación de bebida para quienes “no sabían qué pedir”. En algunos mercados se volvió sinónimo de falta de seriedad, de vino de piscina con hielo. Pero como en toda buena historia, eso solo hizo que su renacimiento fuera más épico.
Siglo XXI: el rosado se reinventa
Y entonces llegaron los millennials, Instagram, los brunch y el rosé all day. Pero no fue solo moda: las redes sociales, el enoturismo y el amor por el diseño convirtieron al rosado en un símbolo de estilo de vida. Ya no era el vino “fácil”. Era el vino cool.
Los productores del Viejo y Nuevo Mundo lo entendieron rápido. Hoy, desde Navarra hasta California, de la Toscana a Australia, se elaboran rosados con intención, técnica y ambición. De garnacha, pinot noir, cinsault, tempranillo o sangiovese, los estilos son tan diversos como los climas que los ven nacer. Algunos son pálidos como la cáscara de cebolla, otros vibrantes como la frambuesa. Pero todos tienen un mismo mensaje: el rosado llegó para quedarse.
El rosado contemporáneo: más que una cara bonita
Actualmente, el vino rosado es el alma de fiestas exclusivas, el acompañante ideal de platos ligeros y un lienzo perfecto para la creatividad enológica. Ya no es un vino de segunda. Es una categoría con peso propio, con premios, con sommeliers susurrando su nombre con respeto.
Y no nos engañemos: el rosado conecta como pocos vinos con la cultura contemporánea. Tiene frescura, sí, pero también versatilidad. Puede ser la estrella de una cena elegante o el trago relajado de un picnic. Tiene presencia sin imponerse, elegancia sin pretensión. En otras palabras, es como ese amigo que nunca falla: discreto, encantador, y siempre bien vestido.
Brindemos por el rosado
Por su historia antigua, por su renacer moderno, y por ese toque rebelde que le permite reírse de las etiquetas. Porque si algo ha demostrado, es que el vino rosado no necesita ser ni tinto ni blanco para brillar con luz propia.
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